Charla peripatética con Albert Camus (La Nación, sábado 20 de agosto de 1949)

Hace unos días, hablamos del descubrimiento de unos contenidos inéditos de Albert Camus (pinche aquí para leer esa entrada). En esa publicación, reprodujimos uno de esos contenidos (la carta a Margarita Xirgu) y nos comprometimos a reproducir una entrevista publicada en el periódico La Nación el sábado 20 de agosto de 1949, en Chile, a cargo de Antonio R. Romera. La reproducimos a continuación. 

La entrevista de los sábados…

Charla peripatética con Albert Camus

Mi charla con el joven es­critor francés comenzó en el Instituto Chileno-Francés de Cultura, prosiguió en uno de los estudios de la SNA, y ter­minó en un paseo por las ca­lles céntricas de la ciudad. Nos acompañaba M. Etienne Frois, el amable agregado cultural de la Legación de Francia.

La visita de Albert Camus ha atraído la atención de los centros Intelectuales de San­tiago. No es para menos. El autor de La Peste ha conse­guido en plena juventud una notoriedad universal. Desgraciadamente la premura del tiempo y el exceso de comi­das y cocktails ha impreso a sus actividades un nerviosis­mo inusitado.

M. Albert Camus aceptó mi petición de una charla perio­dística, con la mejor voluntad. Sin embargo, estimó, desde un principio, que sus múlti­ples quehaceres la harían di­fícil. “¿Por qué no nos vemos en la Radio Sociedad de Agricultura?”

Y allí nos encontramos la mañana siguiente.

Camus registró un disco, «una divagación”, según se­ñaló él mismo, en la que ha­bló de Francia, refiriéndose a la necesidad de encontrar una fórmula y de unir bajo un denominador común la pluralidad de las culturas y de los sentimientos, sin forzar éstos y sin imponer el impe­rialismo de las ideas.

—La guerra ha hecho que los escritores franceses bus­quen concepciones más mo­destas dentro de unos ideales de sagesse, de comprensión y de universalidad. No podemos volver a las concepciones y fórmulas que han perecido y que han sido sobrepasadas.

Salimos a la calle y le digo:

—No quiero hablarle de existencialismo. Me interesa, sin embargo, que me diga us­ted si conoce la obra de Unamuno, y si ésta ha tenido in­fluencia sobre el nuevo mo­vimiento literario.

—Claro que la conozco. La literatura española en gene­ral me ha interesado mucho. Conozco, de los nuevos va­lores de la novela, a Carmen Laforet, cuya obra Nada me parece lograda. Conozco tam­bién La familia de Pascual Duarte, de Camilo José Cela.

—Parece, le replico, que Carmen Laforet ya no ha es­crito más. Creo que es la no­velista de un solo libro, aco­tada en un solo buceo in­trospectivo o existencial.

—Debemos tener en cuenta que es muy joven. Hay que esperar todavía… Respecto a Unamuno no me parece que pueda considerarse como existencialista. Está, sin em­bargo, muy dentro de la atmósfera que rige hoy a los ideales y movimientos litera­rios y filosóficos. Debo decir que su Sentimiento trágico de la vida es libro esencial en el pensamiento europeo. Duran­te muchos años me ha obse­sionado. Conozco también a Ortega y a la generación del 98. Y, naturalmente, a los clásicos.

A pesar de mi deseo, las alusiones al existencialismo van saliendo insensiblemente. Hablamos después de la pin­tura actual francesa, y Camus me señala que los artis­tas franceses de hoy sufren la atracción de los movimientos literarios. Pintura y lite­ratura se influyen mutua­mente.

—¿No le parece que el expresionismo marcó el princi­pio de la corriente existen­cial? Es ésta una vieja idea mía que he discutido con Guillermo de Torre, a quien usted conoce, le digo.

—No creo que eso sea del todo exacto. De todas formas, discutir sobre ese punto sería largo. Por ahora es mejor pa­sear.

Seguimos avanzando. Pasa­mos frente al Teatro Munici­pal. Camus mira atentamen­te y M. Frois le explica todo con minuciosidad de «viejo” santiaguino. Desembocamos en la calle Ahumada, y al enfrentarse a la multitud heteróclita, el escritor no puede disimular su alegría.

—¿Le gusta?

—Me gusta la multitud, dice. Soy hombre de callejeo, me atrae lo urbano.

Nos detenemos ante una tienda de arte folklórico. Camus mira con in­terés y de pronto, ante las mantas y alfombras arauca­nas, exclama: “Punchos».

—No; se dice “ponchos”. ¿Sabe usted que el nombre de esta calle tiene algo que ver con la familia de Teresa de Jesús?

—¡Ah, claro! Se llamaba Ahumada… También sé que la conquista de Chile dio ori­gen a uno de los poemas épi­cos más extraordinarios: La Araucana. La he leído.

Todo esto es dicho al des­gaire. El novelista se siente ahora atraído por la multi­tud. No olvida su oficio.

—Observo —dice— que la gente recuerda mucho el tipo español, especialmente las mujeres. Creo que lo hispano es aquí más evidente que en Argentina…

En este punto de la charla peripatética Etienne Frois propone que nos tomemos un café en Do Brazil. “Nos hará bien», dice. “Además es uno de los lugares que se deben conocer». Entramos. Allí Camus nos habla de la imposi­bilidad de “ver”, de la rapi­dez absurda de los viajes.

—Lo único que conozco bien de América son las nubes. ¡Ah, son espléndidas! América me parece el Paraí­so. Creo que la naturaleza ha influido cósmicamente sobre los habitantes más que en ningún otro lugar de la tie­rra. Todo esto, naturalmente, lo digo en forma provisional. Mis impresiones son más bien visuales.

A Camus le extraña el acento gutural acentuado de los concurrentes. Advierte en seguida también que el tipo racial es diverso, y le señala­mos que el Café do Brazil es una especie de Lonja de con­tratación .

De nuevo en la calle le señalo que su obra La equivocación [sic], representada acucio­samente en Santiago por el Teatro de Arte, la estimo des­acertada…

—Me parece muy bien. Es decir, me parece bien que us­ted pueda expresar su opi­nión. Que le pueda parecer malograda.

—Sí. Creo que el tema no guarda relación con el modo de estar realizado, que no hay unidad. Asunto y lenguaje no tienen congruencia.

Camus parece aceptar co­mo buena mi explicación, y en una transición fugaz del pensamiento, me pregunta:

—¿La ha leído usted en francés?

—No; la conozco en la tra­ducción…

—¡Ah!

Seguimos por las calles. Camus las atraviesa alegremente, y en alguna ocasión hemos de correr ante la ria­da de vehículos.

En la puerta de la Univer­sidad nos despedimos.

El autor de Calígula —obra ésta perfectamente lograda— y de tantos libros admirables, maduros, de lenguaje preciso y bello, es un hombre sin “po­se”, sin vanidad. Asequible al diálogo, cordial, refleja como un espejo lo mejor de la ju­ventud francesa de hoy. Su paseo por las calles del centro en una clara mañana santiaguina, mirando los escapara­tes de las librerías, de las za­paterías, de las tiendas de modas, nos ha revelado a un ser sencillo y humano.

Antonio R. Romera.

La Nación el sábado 20 de agosto de 1949, Chile

Imágenes extraídas del libro 1949, Albert Camus en Chile